Hablando de trajes, ERES, borreguismo y políticos


Hace 36 años, España reclamaba una revolución, una caída del régimen establecido. La dictadura de Franco había sometido a millones de españoles durante casi cuarenta años e, inconscientemente, había dotado a muchos españoles de un arma que, finalmente, conseguiría acabar con el franquismo: el pensamiento crítico. La movilización ciudadana era sorprendentemente alta –lo ocurrido en Egipto y en otras partes del mundo árabe recuerdan las ansias de cambio que buscaba la población en España- y, dejando de un lado sus diferencias económicas o políticas, luchaban de un lado para cambiar la realidad.

Sin querer pecar de una visión romántica, es cierto que de la España del 75 poco queda más que los recuerdos. Ni siquiera la sociedad es la misma. Es más, podemos decir que la sociedad es otra radicalmente distinta a la de entonces. Muchos cambios, algunos buenos otros mucho peores. Pero en general, la ciudadanía de hoy ha dejado de lado la lucha por el cambio. Pero ¿qué cambio? ¿No es España un país democrático, medianamente rico, que posee paz social y ofrece un buen nivel de vida a los ciudadanos? Indudablemente sí. Entonces, ¿ya se ha acabado el control y la necesidad de mejora? Tajantemente no.

Y la actualidad nos muestra continuos ejemplos de ello. Observamos tramas urdidas desde el poder que generan situaciones de corrupción, tráfico de influencias y abusos de poder. Ahora, en Andalucía, los Expedientes de Regulación de Empleo concedidos de manera irregular a ex-miembros socialistas. Antes, en Valencia, una supuesta red de financiación ilegal del Partido Popular. A nivel nacional, Gobierno y oposición se fusilan desde sus tribunas a cuenta de un chivatazo de la Policía a miembros de ETA. Y así, un sinfín de casos en las administraciones locales, autonómicas y estatales. Fuera de las fronteras, mencionar a Berlusconi, ofrece una visión de los representantes políticos de difícil calificación. 

Son razones más que de sobra para generar un movimiento social a favor de la transparencia y el cambio en países democráticos y desarrollados. Pero no ocurre. El pueblo, que debe liderar esa revolución, está cansado, ha perdido su espíritu crítico y emprendedor. Se ha perdido la cohesión social y la unión como ejes impulsores de los cambios. El ciudadano de a pie, cuando llega de trabajar, acude a casa y cree informarse de lo que hacen sus representantes. Critica cuando no le gusta algo. Pero pronto se va a dormir porque dentro de escasas horas tendrá que acudir de nuevo a su puesto laboral –si lo tiene-.

La sociedad está aburguesada y cansada. Existe un nivel de vida lo suficientemente alto para que el conservadurismo innato de las personas evite la incertidumbre de los cambios. A esto, se une un individualismo cada vez más exacerbado, alimentado por las entrañas del sistema capitalista, y un pesimismo resignado de que, a estas alturas, nada puede cambiar. Por todo ello se genera un hastío que favorece que la clase política actúe, cada vez, con mayor permisividad y menor diligencia profesional. Mirar a izquierda o derecha es, a día de hoy, elegir por tendencias similares. Los colores se han difuminado. La sociedad no sabe qué hacer.
Como si se tratara de un pacto no escrito, los ciudadanos observan cómo sus representantes adoptan medidas erróneas o contrarias a sus intereses e intentan, resignadamente, que tengan las menores consecuencias posibles. Se ha confeccionado un sistema donde la soberanía popular no existe, puesto que el pueblo no decide en absoluto sus designios. Sólo puede elegir qué tipo de personaje aplicará las reglas ya impuestas. 

Echar la vista atrás no es un ejercicio romántico, sino necesario para intentar resucitar el espíritu optimista de las reformas. Es necesario criticar y alzar la voz de la sociedad. Aún queda mucho por cambiar. Pero es vital recuperar las fuerzas para utilizar los instrumentos adecuados con los que reformar los aspectos más calamitosos del sistema. Ahora se hace más necesario que nunca el lema de “luz y taquígrafos”. El periodismo debe descontaminarse, dejar de ofrecer pseduoinformaciones y apostar por un ejercicio sano. La época de las grandes revoluciones políticas ha pasado. Pero puede comenzar otra.


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