28-F: arroz y copla

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El conmemorado Día de Andalucía es celebrado en todos los municipios andaluces con ritmos de sevillanas, flamenco y breves recuerdos al himno. Es un día donde las verbenas restan enteros a su trascendencia y las implicaciones que tuvo el 28 de febrero para la región. ¿Qué queda hoy del espíritu de 1980?

Todos los que viven en Andalucía habrán podido observar que el 28 de febrero no es un día más. En primer lugar, es festivo, con todos los efectos que ello conlleva, más si el calendario permite que coincida después de un domingo. E indudablemente es festejado en todas las localidades andaluzas donde las celebraciones cobran diferentes formas, aunque todas mantienen una nexos comunes: espectáculos de sevillanas, flamenco, banderas de Andalucía engalanando el lugar, familias enteras contemplando la ceremonia y, como plato fuerte, el equipo de gobierno del lugar saludando al populacho concentrado.

El 28-F se ha convertido en una verbena. Una velada donde entre platos de comida –el arroz es muy recurrente en este día- y vasos de cerveza –más o menos en función del calor- la gente se amontona en los lugares establecidos por el ayuntamiento para disfrutar de un buen día entre compases típicos del sur. Una fiesta que puede pasar por cualquier otra si se despojan las banderas andaluzas colgadas de balcones y farolas.

Pero para eliminar el espíritu inocuo e inocente de esta celebración, el ayuntamiento de turno se encarga de politizar el evento situando la verbena en un barrio leal al partido - previamente maquillado ¿con fines electorales?- donde la corporación municipal recibe las arengas de los vecinos. No es, ni mucho menos, una radiografía de todos los pueblos de Andalucía, pero sí es una situación frecuente en muchas localidades andaluzas.

La fiesta se alarga hasta la tarde tras lo cual, se recogen los bártulos y a casa. La vida sigue. ¿Qué ha sido del 28-F? Un día más, una especie de domingo entre semana que parece un homenaje más a la copla que a la autonomía andaluza. No es cuestión de criticar la celebración del día. Es un día para la Historia de Andalucía y así se ha reflejado con el paso del tiempo. Sin embargo, -y sin la intención de caer en un romanticismo exacerbado- se ha perdido el espíritu del 28-F y, lo más alarmante, tampoco existe intención mínima de recuperarlo.

Relatos, citas, cuentos, recreaciones, o teatros. De mil formas posibles se puede acercar la Historia de este día al pueblo para disfrutarlo al igual que ahora, pero con un mayor sentido y un conocimiento más profundo de lo que significó. Y no como una verbena de barrio con fines recaudatorios. El que escribe no vivió en 1980 pero, intentando no pecar de pretencioso, puede afirmar con toda seguridad que aquellos que lucharon para alcanzar la autonomía andaluza no esperaban que el 28-F se transformara en lo que hoy es.

Pero aquel espíritu revolucionario, luchador e idealista no casa con el sistema actual. Es mejor apagarlo y reforzar los tópicos populares porque así se logra entretener y no pensar. Con perdón de la expresión y haciendo una traslación del dicho latino, el 28-F se reduce a arroz y coplas. Y que no falten los gritos de ¡Viva Andalucía libre! ¿Libertad? Creo que se quedó con el referéndum de 1980.
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Hablando de trajes, ERES, borreguismo y políticos

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Hace 36 años, España reclamaba una revolución, una caída del régimen establecido. La dictadura de Franco había sometido a millones de españoles durante casi cuarenta años e, inconscientemente, había dotado a muchos españoles de un arma que, finalmente, conseguiría acabar con el franquismo: el pensamiento crítico. La movilización ciudadana era sorprendentemente alta –lo ocurrido en Egipto y en otras partes del mundo árabe recuerdan las ansias de cambio que buscaba la población en España- y, dejando de un lado sus diferencias económicas o políticas, luchaban de un lado para cambiar la realidad.

Sin querer pecar de una visión romántica, es cierto que de la España del 75 poco queda más que los recuerdos. Ni siquiera la sociedad es la misma. Es más, podemos decir que la sociedad es otra radicalmente distinta a la de entonces. Muchos cambios, algunos buenos otros mucho peores. Pero en general, la ciudadanía de hoy ha dejado de lado la lucha por el cambio. Pero ¿qué cambio? ¿No es España un país democrático, medianamente rico, que posee paz social y ofrece un buen nivel de vida a los ciudadanos? Indudablemente sí. Entonces, ¿ya se ha acabado el control y la necesidad de mejora? Tajantemente no.

Y la actualidad nos muestra continuos ejemplos de ello. Observamos tramas urdidas desde el poder que generan situaciones de corrupción, tráfico de influencias y abusos de poder. Ahora, en Andalucía, los Expedientes de Regulación de Empleo concedidos de manera irregular a ex-miembros socialistas. Antes, en Valencia, una supuesta red de financiación ilegal del Partido Popular. A nivel nacional, Gobierno y oposición se fusilan desde sus tribunas a cuenta de un chivatazo de la Policía a miembros de ETA. Y así, un sinfín de casos en las administraciones locales, autonómicas y estatales. Fuera de las fronteras, mencionar a Berlusconi, ofrece una visión de los representantes políticos de difícil calificación. 

Son razones más que de sobra para generar un movimiento social a favor de la transparencia y el cambio en países democráticos y desarrollados. Pero no ocurre. El pueblo, que debe liderar esa revolución, está cansado, ha perdido su espíritu crítico y emprendedor. Se ha perdido la cohesión social y la unión como ejes impulsores de los cambios. El ciudadano de a pie, cuando llega de trabajar, acude a casa y cree informarse de lo que hacen sus representantes. Critica cuando no le gusta algo. Pero pronto se va a dormir porque dentro de escasas horas tendrá que acudir de nuevo a su puesto laboral –si lo tiene-.

La sociedad está aburguesada y cansada. Existe un nivel de vida lo suficientemente alto para que el conservadurismo innato de las personas evite la incertidumbre de los cambios. A esto, se une un individualismo cada vez más exacerbado, alimentado por las entrañas del sistema capitalista, y un pesimismo resignado de que, a estas alturas, nada puede cambiar. Por todo ello se genera un hastío que favorece que la clase política actúe, cada vez, con mayor permisividad y menor diligencia profesional. Mirar a izquierda o derecha es, a día de hoy, elegir por tendencias similares. Los colores se han difuminado. La sociedad no sabe qué hacer.
Como si se tratara de un pacto no escrito, los ciudadanos observan cómo sus representantes adoptan medidas erróneas o contrarias a sus intereses e intentan, resignadamente, que tengan las menores consecuencias posibles. Se ha confeccionado un sistema donde la soberanía popular no existe, puesto que el pueblo no decide en absoluto sus designios. Sólo puede elegir qué tipo de personaje aplicará las reglas ya impuestas. 

Echar la vista atrás no es un ejercicio romántico, sino necesario para intentar resucitar el espíritu optimista de las reformas. Es necesario criticar y alzar la voz de la sociedad. Aún queda mucho por cambiar. Pero es vital recuperar las fuerzas para utilizar los instrumentos adecuados con los que reformar los aspectos más calamitosos del sistema. Ahora se hace más necesario que nunca el lema de “luz y taquígrafos”. El periodismo debe descontaminarse, dejar de ofrecer pseduoinformaciones y apostar por un ejercicio sano. La época de las grandes revoluciones políticas ha pasado. Pero puede comenzar otra.
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¿Revolución en Egipto?

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La caída de Mubarak en Egipto se ha ensalzado en la mayoría de medios como un ejercicio de democracia puro. Una modélica revolución donde el pueblo ha aniquilado al tirano corrupto para conseguir un estado democrático -o algo parecido a ello- con el que alcanzar el bienestar occidental. Si las democracias occidentales son el ejemplo a seguir, ¿sirven realmente las revoluciones?

Tras dieciocho días de intensa lucha entre el pueblo y sus gobernantes, la sociedad egipcia ha conseguido destronar al rais. Las movilizaciones multitudinarias, los enfrentamientos con la policía y la muerte de trescientos civiles –una cifra extraordinariamente elevada que ha pasado de puntillas por las cabeceras- han tenido la recompensa esperada. Hosni Mubarak, el presidente de Egipto desde 1981, dimitió del cargo casi por sorpresa, horas después de anunciar que seguiría al frente del país.

Casi todos los actores internacionales se apuntaron a tiempo al cambio en Egipto. Desde la Unión Europea hasta Estados Unidos, todos defendían una transición ordenada cuando comprobaron que no había marcha atrás. Un oportunismo del que poco se ha hablado en los medios, curiosamente.

Portadas, reportajes, seguimientos en vivo, enviados especiales, ríos de tinta están corriendo informando de un acontecimiento que, indudablemente, se convertirá en una de las noticias más importantes del año. El País llegó a crear en su versión digital una portadilla con el lema “Oleada de cambio en el mundo árabe”, bajo la cual se insertan todas las noticias sobre las movilizaciones de países como Túnez, Egipto y, más recientemente, Argelia.

Al estilo del ‘happy end’ de Hollywood, el villano ha caído y ahora se debe imponer un estado que vele por los derechos de los ciudadanos, un estado del bienestar a imagen y semejanza de los padres occidentales. Los Hermanos Musulmanes –principal oposición del partido de Mubarak- estiman que el destronamiento del rais perjudica a Estados Unidos y a Israel. Pero es muy ingenuo pensar que el futuro líder egipcio no disfrutará de la complacencia de la Administración Obama.

El futuro estado egipcio pasa por ser una avanzadilla en el mundo árabe. Un experimento que profundizará en la occidentalización del país y que tendrá réplicas en muchos otros estados. Los propios Hermanos Musulmanes declararon recientemente que no entra en sus planes crear un estado religioso musulmán. Las grandes potencias de occidente son los espejos donde miran los ciudadanos de países “menos desarrollados”. Son los ejemplos a seguir.

Occidente ha sabido exportar las bondades del sistema de economía de mercado y de las democracias como la panacea a los problemas de los estados. Pero oculta, hábilmente, que es el mismo sistema que genera la situación de dependencia y desigualdad mundial. Si las democracias occidentales son las metas a lograr, ¿se ha desvirtuado el concepto de revolución? Si aludimos a Marx, la revolución es el medio de alcanzar la síntesis, el resultado de enfrentar la tesis y la antítesis. Pero en la actualidad sólo tenemos la tesis: el capitalismo occidental cada vez más globalizado y aceptado como el modo de vida idóneo. No existe una antítesis al capitalismo. Por tanto, las revoluciones pierden el sentido originario de alterar el orden establecido y generar el cambio deseado.

Los tratamientos mediáticos que ensalzan las revueltas en Egipto y otras zonas del mundo árabe son un mecanismo más de propaganda del sistema occidental. Panfletos que elogian cómo se lleva a cabo una revolución ficticia que aspira a conseguir un estado democrático que conseguirá exterminar las dificultades del país. Es innegable el avance en algunos ámbitos –los derechos humanos son el mejor ejemplo- que supondrá la creación de un estado no regido por el Corán. Pero, un rápido análisis, enumera decenas de contradicciones del sistema: lacayos de la banca disfrazados de políticos, demagogia populista electoral, libertades recortadas…

Las revueltas en Egipto han conseguido acabar con un líder autoritario que no gozaba con el apoyo del pueblo. El tirano ha caído. El bien se ha alzado: la democratización ha llegado. Egipto se incorporará ahora al carro de los estados occidentales. En unas décadas sería interesante escuchar la opinión de los egipcios a la pregunta: ¿ha existido realmente una revolución?

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